Liquidámbar
Mi nombre es Luis Navarro y tengo cuarenta y
tres años. No voy a dar demasiadas explicaciones sobre mi pasado, solo diré que
cursé en la facultad cuando era joven y que luego me dediqué a otra cosa. En eso
andaba cuando ocurrió la historia que voy a contarles. No pretendo que usted,
insurrecto lector, me tenga por ella consideración o lástima. Es solo que
llegado el otoño siempre me invade un deseo de reconstruir aquellos días, los
más importantes, los nodales, aunque los recuerdos empiezan a borrarse poco a
poco, como la lluvia decolora las letras de una carta en la calle. Hago lo
posible por retenerlos, pero cada día que pasa es un detalle minúsculo que se
desvanece, un segundo que olvido, una palabra que se transforma en otra, que
pierde su brillo, que se disipa.
Llegué al sanatorio el otoño del noventa y
nueve. Escapaba como nadie de una vida miserable. Al llegar a la habitación que
me habían asignado, ya que debía permanecer allí, colgué un pequeño retrato en la pared; el bolso aún esperaba.
El trabajo resultó simple, yo era el
encargado del mantenimiento general de la institución. El sueldo no era
demasiado pero incluía alojamiento, almuerzo y cena.
La directora, una mujer gorda pero de cierta
viveza a quien yo había contactado por medio de un familiar, me presentó con
rapidez al personal, luego recorrimos el edificio. El mismo constaba de cuatro
pisos escalonados según el orden de complejidad de los pacientes, siendo planta
baja el salón comedor principal. Cada piso disponía de una sala con amplios y
oscuros sillones y ante sí un televisor. Luego del salón, hacia el final, una
puerta enrejada que desembocaba en una escalera conectada a todos los pisos que descendía en un solo sendero hasta el
patio, un Edén de araucarias y ligustros chicos, de césped de hoja ancha y
esmeralda. Recuerdo que me sorprendió aquella vez la imagen de un árbol
bellísimo, que quise reconocer como un liquidámbar.
Mi habitación estaba en el tercer piso. Era
no muy amplia pero de una luminosidad tal que emanaba un verdadero fulgor,
aunque mis tareas me impedían por lo general gozar de sus efectos. Disponía
además de mi propio baño; y tan solo la falta de un balcón pequeño para tender
la ropa hacía que aquel lugar no fuera enteramente perfecto.
Los primeros días me hallaba yo demasiado
ocupado como para tratar de entablar amistades o conversaciones. Me atrevo a
decir con soltura que durante los primeros quince días no puse un pié fuera del
sanatorio; todo lo que quería y necesitaba mi espíritu se encontraba allí. En
el tiempo restante, mientras esperaba la cena o tomaba un descanso, solía leer
a Mérimée o a Nikolái Gógol. Cuando
la lectura me aburría, peldaño a peldaño consumía la escalera para ver esas
hojas, esas sublimes lenguas de lava y sol, esas caracolas arbóreas. ¿Qué me
importaba entonces el abandono y el olvido? ¿Qué me importaba la crueldad y los
azotes del tiempo? Díganme, ¿alguien puede estar triste frente a un liquidámbar
en otoño? Yo no podía, la tristeza, como por una grieta, chorreaba de mi
corazón y una paz de orgasmo me redimía el alma.
Hasta que un día, un día tal vez más frío
que los demás, la vi llegar.
No puedo precisar que era exactamente lo que la hacía tan bella, había mucho de
eso en su piel líquida, en sus pómulos, en su escultura diminuta. Pero tal vez
lo más significativo eran sus ojos, unas gélidas finuras de
diamante; ellos eran el centro
de su oscurantismo y todo su cuerpo era cubierto por sutiles marcas que nacían
de ellos.
Era joven,
aunque urgida por la misma seriedad que tienen los deudos ante la tumba, y eso
le daba un aspecto particular, una cierta vejez del espíritu. Todo el hospital
se detuvo ante su aparición; los locos abandonaron un instante sus manías, y
nosotros, el personal, las nuestras, y
ambos grupos unificados por una suerte de sugestión hipnótica, de captación
visual, similar a la que puede sentir un mortal ante la imagen viva de un dios,
alabamos con el silencio su entrada dionisíaca. Venía siendo escoltada por dos
corpulentos enfermeros; en el pasillo se replegó y la soltaron, entonces dio unos
pasos, rió y manchó de luz el salón principal con sus párpados celestes.
Yo me quedé
maravillado a tal punto que seguí cada movimiento de su ingreso mientras
simulaba cambiando una lamparita o dándole retoques a los picaportes. Supe que estaba en la habitación número
doscientos cinco, piso dos. Su nombre era Lorena.
Durmió dos
días enteros. En el segundo tuve la posibilidad de acercarme porque el depósito
de su baño no funcionaba bien. Estaba tendida, el cuerpo rígido y trazado por
paralelas de claridad, tan blanca su piel cortada por mechones de pelo negro que
se extendían como almas sobre el valle de su espalda. Parecía tan bella allí,
tan muerta que no pude evitar repetir en voz alta las palabras de Gautier “N'avait pas perdu ses enchantements, et
dans elle la mort était encore une coquetterie”
-¡Vamos,
vamos! Que usted no puede estar aquí- dijo la enfermera mientras ingresaba.
-Pero el
baño…-
-Pero nada,
ya habrá tiempo después, ahora descanse que demasiado ha hecho por hoy-
- Bueno,
volveré mañana- dije.
-Quizás,
quizás- replicó.
Al día
siguiente pasé gran parte de mi descanso observando el liquidámbar. Me
resultaba agradable acercarme agachando la cabeza y allí, apoyado en el tronco
venoso, saborear el olor de las hojas. La imagen del cielo entre las ramas
cubiertas de brasas era la más bella de todas. Podía entonces por un momento entregarme a las sensaciones que
irrumpían.
En la base
del tronco descubrí ese día, con sorpresa, como una dilatada serpiente marrón,
una enredadera. ¡Habría que retirar
mañana mismo ese parásito!
Seguí
molesto durante todo el día. Vagaba por el piso dos, intentando acercarme a
ella. El baño ya había sido arreglado, aparentemente era una falla trivial, y a
mi se me agotaban con eso las excusas. Las enfermeras no dejaban de ir y venir.
Quise en principio calcular el tiempo que transcurría desde cada visita.
Resultaba imposible, eran azarosas y continuas. Con certeza no se trataba de
una paciente común. Quizás era un caso más grave que los demás, quizás la
familia aportaba un dinero extra para su cuidado, eso siempre ayuda.
Solo en un
descuido, cuando observé que varios enfermeros se agolpaban en un costado del
pasillo para sujetar a un muchacho, tuve la oportunidad de arrastrarme hacia su
habitación.
Cuando
entré ella estaba parada al lado de la cama con una bata que le resaltaba los
pechos; creo que se atemorizó, porque dio dos pasos para atrás y los acompañó
con un pequeño gemido.
-
Tranquila,
no te asustes. Me llamo Luis- dije.
Pero ella se
apoyó en la cama, pronta para huir y luego salió corriendo en dirección a la
puerta. Se chocó inevitablemente contra mi cuerpo y yo la sujeté. Supe que su
cabello olía a jazmines. Se esforzó en vano por zafarse de mis brazos.
-
Solo
quiero ser tu amigo- dije, justo para recibir su mirada azul y luego las manos
de los enfermeros que nos separaron.
-
Usted
no puede estar acá Luis, ya se lo he dicho- dijo la misma enfermera.
-
Es
que me dijeron que el baño…-
-
Es
que nada, ocúpese de sus cosas-
“¿Ocúpese de sus cosas?”
Tiempo
después, un día que recorría el patio, pude ver que la enredadera iba tomando
casi la totalidad del tronco del liquidámbar, probé sacarla con las manos, pero
estaba muy adherida y su cuerpo grueso se ajustaba con fiereza al cuello del
árbol. ¿Dé donde habrá salido ésta bestia? Debería notificar a dirección para que
me consigan algún herbicida pues ya se notaba más débil el aspecto de las
ramas, y yo no podía dejar de pensar en ella, en sus ojos templados y en su
sonrisa; las hojas amarillas y fuego había perdido su don y una tristeza
glacial me devoraba el pecho.
Los días
que siguieron tuve poco trabajo, las cosas se rompían cada vez menos, y un día
vi a un gordo vestido de mameluco desmantelando una instalación eléctrica en el
segundo piso. Pero no me importó, si ellos querían pagar aparte por un trabajo
que podía hacer yo perfectamente, era asunto de ellos.
Terminé el
libro de Merimemé y me entusiasmé con el cuento “El capote” de Nikolái Gogol;
el pobre desdichado tenía algo de fatal inscripto en su destino. Pensé en mí,
pensé en el tipo del capote y pensé en el liquidámbar. A todos nos unía un hilo
fino y similar, cuyas motivaciones, sutiles, se me escapaban.
A las dos
semanas del incidente con la enfermera estaba yo en mi cuarto, había cerrado
las cortinas para lograr algo de oscuridad durante la siesta, pero la luz
marrón se colaba igual a través del paño. No dormía, miraba perdido intentando
darle vida al retrato que pendía en la pared, pensando en aquel entonces, en el
momento de la foto.
De repente la puerta chilló lentamente emitiendo
sonidos quebrados a medida que la persona que estaba afuera la iba empujando.
Entró un haz de luz sobre la quietud y me dio justo en la cara, entrecerré los
ojos y esperé a la enfermera, pero no apareció sino el rostro lívido de Lorena.
-
Me
escapé del dos- dijo, y largó una risita. Luego pasó y cerró la
puerta detrás de sí, estaba en bombacha y remera.
-
¿Cómo
supiste dónde estaba?- pregunté.
-
No
supe, me metí en cualquier lado para zafar de las enfermeras, me tienen
podrida-.
-
¿Querés sentarte?- dije y le ofrecí un lugar en la
cama.
-
Bueno
¿Qué hacías?
-
Nada…
recordaba-
-
¿Querés
coger?- preguntó.
No era la
misma muchacha que descansaba apacible, o que intentaba huir de un perseguidor
imaginario cuando entré en su habitación. Estaba distendida, y pude notar que
me deseaba de algún modo. Sí, me deseaba.
Le saqué la remera con suavidad, debajo aparecieron dos esferas blancas y
sólidas, pequeñas, exactas, que resaltaban sin otras pretensiones que la pura
belleza, como medidos detalles de ese cuerpo tallado milímetro a milímetro. La
bombacha, al correrse, dejó entrever un sexo rojizo y sediento, decorado con gracia
por un vello suave.
-
Creo
que no deberíamos-
-
Creo
que sí- me respondió.
Entré en
ella con lentitud primero, gimió con un sonido apagado y luego me hundí por
completo, su cuerpo se tensó contra el mío, y rodeó con sus tentáculos mi
torso, mis brazos y mi cuello. Comencé a mecerme en empujones articulados, y mientras
más aumentaba mis movimientos más sentía sus extensiones contorsionarse
alrededor de mi cuerpo.
Al momento
de acabar el éxtasis era tan grande y se sumaba perfectamente a la asfixia que
luego de eyacular perdí la noción.
Cuando
desperté estaba solo y eran las once de la noche. Caminé por los corredores
silenciosos y oscuros y bajé por las escaleras al patio. Un farol en el centro
que estaba siempre encendido arrojaba una luz amarilla manchando apenas los
árboles y las plantas. Ahora la bestia había tomado la parte inferior de la
copa y emitía destellos de ramas por todos lados, como buscando de dónde más
tomarse. No sé si era la luz, pero pensé que ese árbol se estaba apagando de a
poco. Y me acosté allí abajo, sobre el costado derecho del puño de mi camisa
que aún retenía el olor a jazmín, y apoyando la nariz en su recuerdo me dormí.
A la mañana
siguiente, temprano, cambié un foco de mi propia habitación y un plafón más
grande de la cocina. En el pasillo me encontré a la directora que salía
presurosa de un consultorio y aproveché para informarle sobre el liquidámbar.
-
Pero
no sea tonto- dijo riendo- mire si una enredadera le va a hacer algo a un
árbol.
Esa siesta
no apareció, la esperé cerca de una hora y luego bajé al piso dos que estaba
desierto a no ser por una vieja en el pasillo “Estoy toda golpeada- dijo- mire como me pegan esos animales, mire
(apartando la blusa de su cuello) mi marido, los enfermeros, mire como me
dejaron”. La esquivé como pude y fui hacia la doscientos cinco. Probé el
picaporte y cedió. Adentro había una frescura oxidada y oscura de siesta, y
sobre el fondo dos figuras jadeaban despacito de pié. El tipo que estaba detrás
de ella tenía chaquetilla verde de enfermero o de doctor y se movía con energía
pero atenuando lo más posible el sonido. Los miré por un buen rato hasta que se
detuvieron y después me fui.
La próxima
tampoco vino, ni la tercera. Reapareció a la cuarta siesta y tuvimos sexo sin
besarnos. Ella me apretó con sus tentáculos un poco pero pude contenerla; acabó
ella primero y luego se fue sin siquiera despedirse.
Yo estaba
perdido en su figura perfecta, en su desorden mental y en su sexo de ramas
afiladas.
En los días
que siguieron fui perdiendo de a poco el interés en el trabajo, y más tarde
dejé también la lectura. Caminaba todo el día escaleras abajo, escaleras
arriba. Primer piso, segundo piso, cocina, patio. Me echaban de todos lados o
me mandaba a cambiar focos y yo los mandaba a la mierda. Pero ella no apareció
sino hasta una semana después y ese sería nuestro último encuentro.
La mañana
de ese día pensé que ya era hora de que saliera un poco a la calle. Tal vez ir
a tomar un café o jugar al pool en algún bar cercano.
Tomé el
ascensor en el tercer piso y apreté el botón de planta baja. En la recepción la
secretaria me dijo que de momento “nadie” podía salir. Raro.
Nadie. Ya estaba por volver a preguntar por qué
cuando cerca del ascensor vi a un médico de chaquetilla verde, era el mismo que
había estado días atrás en la habitación de Lorena. Apuré el paso y me subí con
él.
-
¿Va
para el piso dos?- preguntó
-
Si
doctor-
Al llegar
bajé yo primero y caminé hacia el salón como desentendido. Esperé un momento y
luego miré por sobre mi hombro, lo vi girar y dirigirse hacia las habitaciones.
Di la vuelta y fui tras él. Cuando doblé por el pasillo ya no estaba, entonces
fui hacia la doscientos cinco y entré de golpe. Ella estaba acostada en la cama
mientras él acomodaba el tensiómetro en su brazo izquierdo.
-
¿Qué
busca?- mi inquirió- usted tiene que estar en su piso.
-
Eso
ya lo sé- dije.
Ni siquiera
me miró. Sus ojos cubiertos de rocío vacilaban como estrellas posadas en el
rostro ahumado del médico. Tenía la misma mirada que sentí sobre mí la primera
siesta que entró en mi cuarto, el mismo lúbrico deseo.
Salí con la
angustia descollando en la garganta y
bajé directo al patio. La enredadera había ganado ya casi la totalidad del
árbol. Entonces supe que pronto se secaría, que ya no había más remedio.
Subí hasta
mi cuarto en el tercer piso y lloré mucho. Llore como nunca. Lloré por Lorena,
lloré por el liquidámbar y por mí.