miércoles, 7 de diciembre de 2011

Transportares

Cuento publicado en la Antología Literaria Carpe Diem 2011
 
Un hombre paseaba por Ayacucho cerca del parque Santa Cruz en una mañana muy fría de otoño. Eran las siete en punto. Había discutido con su esposa la noche anterior y ahora todo daba vueltas en su cabeza.
   Se acomodó en el banco del parque como pudo, único, desgastado, modesto banco, y allí se durmió. Entre sueños sintió calor, vio la tormenta de arena acercarse, luego no vio nada más. Supo que estaba en algún lugar desértico, atrapado en una jaula bajo un sol fuerte. Jadeaba y sacudía los barrotes, intentando escapar. El viento hacía que la arena se pegara a su cuerpo desnudo. Al principio solo logró distinguir una figura que se acercaba por los médanos y que él asoció con un camello montado por algún califa. Rápido pudo corregir su primera visión, la naturaleza equina del montado y la apariencia de caudillo del segundo eran más acordes. Cuando estuvo tan cerca que podía olerlo notó que se trataba de un gaucho de aspecto fiero, barba desigual y ropajes típicos.  El sombrero de alas cortas dejaba ver un rostro fustigado por los azares; descendió del animal y se acercó a la jaula donde estaba. El silbido del facón al rozar la faja se perdió en los giros del viento y fue a buscar el cuello del recluso que se negó. “No es para mal de ninguno sino para bien de todos” sentenció el jinete.
   Se despierta…
   Una niña, sentada en su mismo banco, se había enredado en un copo de azúcar y el resultado de sus intentos por liberarse lo trajeron a la vigilia. Él la llevó hasta donde estaba su madre. Al mirar a la mujer vio en sus ojos el mismo encono que había notado en el gaucho, para ser exacto eran los mismos ojos.
    Ahí nomás aprovechó el vuelco que dio el 143 para precipitarse sobre el autobús. Estaba vacío y eso pudo reconfortarlo un poco. Solo una forma en el último de los asientos se ocultaba detrás de unos paquetes. Se sentó adelante y miró al chofer que permanecía absorto en su labor. Intentó observar mediante el espejo al otro pasajero, pero solo pudo ver los paquetes y un sombrero blando de ala corta que emergía arrogante. Desesperado le indicó al colectivero su inmediata bajada y saltó del vehículo. Aún estaba en medio de la vereda cuando a sus espaldas encontró al jinete del desierto: “No lo tenga a mal amigo, es para bien de todos”.
   Se despierta.
 Está solo en el banco de la plaza. Mira su reloj, son las siete y diez. Es solo un sueño, piensa. Regresa a su casa y se da un baño. Dana duerme. Dana da vueltas como un dado, piensa. Azarosa de mierda. ¿Qué me dirá si me voy, si la dejo sola con sus da da da, si me corro de su chorro… si me borro?
   Agarró el auto y se fue donde empezó todo. Sin querer (o porque Ayacucho corre para el río) pasó otra vez frente al parque. En el banco una nena molestaba a un tipo que dormía. Hastiada de esa sustancia dulce y pegajosa daba gemidos y le pasaba sus dedos por las mejillas. El tipo se despierta, mira a la nena, se coloca su sombrero de ala corta y la arrastra hacia el interior del parque donde una señora contempla abstraída unos malvones. Disminuye la velocidad del auto y se queda mirándolos. La pareja advierte que alguien los observa y el tipo de sombrero de ala corta comienza a correr en dirección a él. Dobla y acelera por el pasaje Santa Cruz, pero es tarde cuando nota al 143 que giraba furioso por San Luis. El colectivo embiste con ferocidad el Volkswagen. El chofer se resiste a dejar de acelerar. El auto se pone de lado. Antes de tumbar mira hacia el autobús y nota al conductor absorto y sentado a su lado, en el primer asiento, al caudillo del sombrero de ala corta. No supo que le decía, pero él creyó leer de los labios “es para bien de todos”.
 Oscuridad.
 Se despierta.

 Abre lentamente los ojos y los vuelve a cerrar porque la arena inunda sus retinas. Casi se cae. Acomoda un pie en un estribo y ve que al caballo le cuesta descender por esos montículos de arena. Lo alienta como puede, lo sostiene de la rienda como queriendo que no se caiga. Busca en la lejanía lo que sabe que encontrará. Allí está la jaula con el caudillo adentro. Sabe que tiene que matarlo, sabe que aunque ya no lleve el sombrero de ala corta, que aunque esté desnudo y sediento, es su vida o la del otro. Sabe además que no es para mal de ninguno sino para bien de todos.