sábado, 11 de diciembre de 2010

Dos Muertes

Dos Muertes


Aquella noche me hallaba sumido en la lectura de “El avaro” de Molière cuando un ruido extraño me sobresaltó. Era un ruido que nunca había sentido en la pensión, pero que me resultaba de cierta familiaridad: un sonido metálico, como el raspar de dos caños; sonido seco y puntual que no volvió a repetirse y que solo fue continuado por un tenue cuchicheo. Todo ese alboroto procedía, como no podía ser de otro modo, del cuarto vecino.
Por entonces yo me contentaba con ocupar las noches del verano, renunciando a las mañanas por el calor, y también un poco para no cruzarme con nadie. Entonces el café y el paso sereno en el pasillo se volvieron como un mantra. Un mantra y un escudo con el cual refugiarme de todo el mundo.
Por eso tampoco conocí al nuevo inquilino el día que trajo los muebles para instalarse en la habitación que había dejado Flores después de reconciliarse con su mujer. Solo me llegaron rumores: “Un hombre algo excéntrico” (Mario, 49 años). “Me gusta como se viste, usa un sombrero de tango” (Lila, 17 años) “Debe ser un drogadicto” (Marta, 58 años).

Y ahora esos ruidos. No era la intensidad lo que me molestaba, sino tan solo que haya ruido.

Aunque… es cierto, pasado un tiempo la curiosidad pudo más que la intolerancia, y como tampoco lograba concentrarme en la lectura, decidí pegar un vaso a la pared.
El murmullo era difícil de descifrar y estaba continuamente atravesado por exclamaciones y risitas. Había al menos tres personas allí. Una de las voces era la principal; se dirigía a los demás dando una serie de instrucciones. Las otras dos voces surgían cada tanto para agujerear el discurso con alguna pregunta. Tengo la certeza la voz principal era de un hombre; una de las otras voces era femenina.
Así pasó no menos de una hora, y yo seguía escuchando, arrastrado por un impulso que me impedía desprender mi oído del cristal. Pero solo pude rescatar de la conversación frases aisladas, tal vez muy desfiguradas por la escasa audición y los vahos de mi fantasía. Éstas son:

“Es solo momentáneo, pronto volveremos a la vieja casa” (Voz grave, muy al inicio de la conversación)

“Esto siempre se realiza así” (voz grave)

“Y acá nada se pierde, es como esa idea de la energía” (voz grave)

“Ja ja, niña no p…” (Voz grave)

“Se vuelve rutinario, eso me…” (voz media)

“¿Entonces con la chica que vimos hoy?” (voz aguda)

Luego de un tiempo los murmullos aminoraron bastante y en su lugar aparecieron ruidillos rítmicos, que tuve que alejar con serenidad de mi pensamiento.
Volví a los libros y leí durante gran parte de la noche, aunque a menudo tuve que volver sobre el mismo párrafo. Al final me dormí y el sueño trajo ecos de la habitación contigua, retazos oníricos que, como ocurre habitualmente, se adelantaban a los hechos.
Era mediodía y un surco de claridad dividía mi cara. Aún no estaba decidido a contarle lo que había oído a la dueña del pensionado. Si bien era verdad que la conversación del nuevo inquilino se había extendido más allá del horario, el murmullo era bajo y no podía haberlos culpado de ocasionarme molestias. Lo demás corría a cuenta mía.
Me contuve el nerviosismo y bajé al salón principal, dispuesto a husmear los movimientos de aquel extraño. Para disimular llevé una pequeña edición de cuentos de Tolstoi que hace tiempo berreaba por desperezarse. Sus hojas amarillentas me daban resguardo. Luego de un tiempo me entretuve con un párrafo bastante significante, de capas y de nieve blanca, hasta que una mano me retiró el librito.

-Tres muertes, un relato interesante- dijo mientras hojeaba las páginas.

Yo supe de inmediato que esa voz correspondía a la del instructor de la víspera.

- Veo que te gusta perder el tiempo, igual que a mí cuando tengo tiempo que perder, cosa que no ocurre muy a menudo- continuó.

El tipo tenía a mi criterio unos cuarenta años. Era sólido y rollizo, usaba pantalón de vestir de buen corte y una camisa elegante.
Devolviéndome el libro se dirigió hacia la puerta y atendió. Conversó con un muchacho joven por un rato, luego se dieron la mano de un modo voluminoso y se despidieron.
A partir de entonces no supe más nada de él. Las conversaciones en el cuarto contiguo no se sucedieron y pasó días sin pisar la pensión.
Al fin una noche lo oí llegar. Advertí con claridad sus pasos y el de otras tres personas. Toda la situación hacía que mis sentidos se agudizaran, me olvidaba del final y de la carrera, de mis perfidias y mis tempestades, todo se perfilaba en un instante.
A los pocos segundos volví a escuchar aquel ruido metálico que había escuchado la primera vez, pero en ésta ocasión fue repetido varias veces, y al final, dentro del cuarto alguien soltó un lamento ahogado. No resistí la tentación y volví a colocar el vaso en la pared, buscando la posición exacta en donde se encontraban. Arrastré hacia mí una silla y me dispuse a oír. Como los ocupantes del cuarto se hallaban menos condicionados a hablar bajo, pude captar la conversación de manera más depurada.

- Funciona más o menos así- dijo el instructor.

- Es una maravilla- le respondió el otro – pero hace un ruido infernal para estos aposentos; y sabés que odio los lugares demasiado públicos, odio tener que guardar silencio.

- Esto es cuestión de tiempo, los tres lo sabemos, todo está en marcha -

- Este cuartucho es una bodega del demonio, y yo con ésta idiota sin … que sea una mujer ¿eso te gusta verdad?-

- Aún no dejo de saberlo, ver que… eso es tan fuerte- dijo la voz femenina.

En ese instante la conversación se cierra, oí jadeos y repetidos sonidos guturales. Evidentemente el instructor hacía callar a su compañera, los demás ruidos era fuertes absorciones, o expresiones de placer.
Pero no era el hecho de husmear el sexo y la droga lo que inflamaba me imaginación y me retenía adosado al vaso como un pulpo: tenía la cabal sensación de que allí ocurrían hechos de otro calibre. Sorprendido, me encontré acomodando en mis pantalones el bulto molesto que emergía de ellos. La conversación se reanudó.
- ¿Y ahora que?- dijo el otro.

- Es necesario que por ésta noche al menos le demos fin al asunto. Supongo que los papeles de la casa estarán para ésta semana y ya podremos trasladarnos. Probemos lo nuevo, saciémonos como vampiros y luego remontemos vuelo. Hace quince día que venimos con esto y puede volverse inadecuado permanecer aquí, además yo tengo otros menesteres -

- ¿Qué menesteres? ¿Tu matrimonio? No me vengas con esa farsa –

- Todos los matrimonios son una farsa, yo al menos lo sé y vivo de eso con la misma flema con que vivo de ésto…- se escuchó nuevamente el ruido metálico.

- Eso me enciende – dijo la joven – ¿Que más se le puede hacer?

- Con ésta palanca se retuercen las extremidades, ves… es todo tan sencillo así, y no me digan que no les provee tanto o más placer que hacerlo mediante medios comunes.

- ¡Fantastico! Dejame probar con esto- un zumbido hueco inunda mi vaso.

- Solo sirve para dar descargas-

Al escuchar éstas palabras capté con horror lo que acontecía en el dormitorio de al lado, y de no haber sido por la cama me habría roto la cabeza, pues mis sentidos se nublaban.
Pasó un tiempo, nadie más habló, solo se sucedieron zumbidos y ruidos de máquina encadenados prolijamente.
- Creo que es suficiente por hoy-

- ¿Pero qué hacemos? ¿dejamos el cuerpo así? ¿acá?-

- Ja ja, ¿el cuerpo? Mi querida amiga, aún no está muerta…-

Olas de electricidad y traspiración recorrieron mis venas. No pensé. Salí. Di unos pasos dubitativos y giré por el pasillo que separaba una habitación de la otra. Me detuve frente a la puerta e intenté observar por la mirilla. En ese plano apareció un rostro descompuesto de mujer, bañado en sangre, y deslizando mi cabeza pude observar que todo su cuerpo se hallaba trenzado con una serie de metales y cables. Evidentemente estaba sentada sobre una silla de tortura que nuestros vecinos se deleitaban en probar.
En ese momento vi como alguien acercaba una aguja a sus venas desfloradas, aguja que con seguridad derramaría el veneno final.
Fue el momento más triste y a su vez el más emancipatorio de mi existencia. Ahí supe y entendí que eso no era solamente una aguja que mataba a una mujer. Podía, cruzando un umbral, transformarse en otras cien agujas que mataban a su vez y junto con ella todo. Cada madera de la habitación, cada ventana, cada ser que preñaba mi niñez, mis dolencias, mis caprichos, mi anhelo, mi escasa justicia. Mataba a mis padres, a mis hermanos, a mis tíos. Mataba ese cuarto tan comunicado, esa soledad de alfombra húmeda, esas ruinas humanas. Mataba las noches de café y de mantras, las tardes de alfileres y libros. Entonces tal vez esa aguja no era una sola sino miles, era una onda expansiva, como las que genera una piedra al caer en el agua.
Y nada, nada más. Ya me desvanecía cuando se entreabrió la puerta y ellos me vieron, para su delicia, con la expresión de terror en mi rostro.