martes, 15 de junio de 2010

Matilde

Matilde, luz del infierno. Destruía a dentelladas los espacios vacíos del silencio. Todo era marrón, hasta las palabras. Toda la casa era una imitación de una cabaña al borde del lago, pero sin cabaña y sin lago. Toda la evocación a una paz que no existe solo se enquistaba en una infinita tristeza.

Si, esa habitación emulaba nuestra tristeza. Quizás gracias a los sillones de mimbre cubiertos de retazos de lana, bricollages herederos del tedio y el ahorro; quizás por las paredes altas y deshojadas. Pero quizás simplemente porque las cosas van impregnándose del alma de quien las circunda, y se forjan un poco a su imagen y semejanza.

Matilde tardó un segundo mostrando la lengua y la garganta, y yo dudé ¿estará riendo o llorando?

-Matilde, sos una tonta. Burlarse de lo que uno ama es también burlarse de sí mismo- le dije antes que desnudase su carcajada.

-Es que sos tan patético, a veces me das tanta risa-

Pero yo permanecía quieto, y un cubo de luz le llenaba la boca de pelusitas. Si fuera una gata seguro que las perseguiría, pensé, a los gatos les encanta perseguir las pelusas que flotan en los brazos del sol. Y después de todo Matilde no era tan diferente a un gato; ella, a sus cuarenta y tres, aún seguía dando manotazos al aire para quedarse con los frutos de la ingenua percepción.


Matilde da cinco pasos de espalda hasta la puerta que se abre, pasa y cierra el picaporte. Sabía que otra vez tendría que esperar toda la noche su retrogresión, sabía que era su modo de procesar las cosas, siempre volvía sobre sus pasos para entender cada detalle, y ahora, como Penélope, destejería lo que tejió en el día. Así ella destrabajaría por la tarde y la noche lo que trabajo en la mañana y la siesta, despensaría lo que pensó, desdiría lo que dijo, desoiría lo que oyó, negaría lo visto, vomitaría el sándwich de atún y el café.

Entonces, luego de que la ciudad se cansara de dormitar, volvería a pasar por esa puerta y yo la esperaría todavía sentado en el sofá del living. Y ella traería un montón de cartas en la mano y las dejaría en la mesita chata. Y yo reconocería en la letra no su letra, y en la firma no su firma, pero en los sobres mi nombre y en el perfume la culpa. Y ella diría:

-En vano vuelven mis pasos una y otra vez. No consigo jamás olvidar. Pero por sobre todo, por más que regrese, no consigo que ella desescriba estas cartas-

Y rompiendo las hojas las mezclaría con la luz matinal que ya se colaría por la ventana, y las lágrimas brotarían tan fuertes que arrastrarían por inercia todas las pelusas y los retazos.

Y otra vez Matilde se recostaría en el mimbre. Y otra vez las cartas se rearmarían en el aire y se zambullirían en su bolsillo. Otra vez todo recomenzaría. Y yo comprendería que ese era nuestro castigo, inmensamente peor que la muerte.

¡Ahí está! ahí vuelve Matilde, la eterna Matilde.