¿Dónde está Solosnovsky?
Al final estaba solo. No había respuesta a esos
signos de interrogación cerrados en el silencio.
Silencio que
se esparciría luego sobre la
superficie
del mar, y ahí al alma de la memoria.
Todo me afecta, cualquier onda sonora,
cualquier movimiento acústico, cualquier palabra. Mi cuerpo se ha vuelto un
sonajero, similar a esos de metal que tintinean en la puerta de las casas
antiguas ante la menor brisa. ¿Cómo no me iba a afectar lo que ella me dijera?
Habría que ser de cemento y no de cobre para que eso no generara una onda
expansiva similar a una piedra que cae al agua.
Solosnovsky, ¿donde se habrá metido?
El mundo para mí es una cárcel, los barrotes
son de sonido, estrépitos que resuenan por doquier: por ejemplo en éste patio,
las bocas que se producen por la porosidad finísima de la pared parecen
trompetas; por ejemplo en la pintura movida y vívida que yace y subyace en los
cuadros pintados con grosor, hay como una textura, una superficialidad rugosa,
sobre ella impacta el aire que se mueve casi imperceptible y va a parar como un
dardo hacia mí. Ni pensar en hacer dos pasos y entrar en el baño, el chorro de
orín golpeando contra las aguas calmas del inodoro devendría en un sismo.
Tengo que resistir mudo y quieto para
intentar frenar, al menos de momento, el gravísimo golpe que han sido sus
palabras. Y, ay, su silencio. No hay cosa que me enloquezca más que su
silencio, no hay cosa más audible, más tremendamente atronadora que su silencio.
Se enciende una luz, escucho golpear las
moléculas fotoeléctricas contra las moléculas de ozono, regando de un ámbar
sonoro el resto del pasillo y parte del patio, donde al final una mesa acostada
sobre uno de sus lados chirria por el movimiento rotatorio mismo de la tierra
que la empuja hacia una pendiente tan nimia que nadie la puede ver, pero yo la puedo oír. ¿Dónde
está Solosnovsky? ¿Cómo pudo pensar que lo que ella me diga podría no
afectarme?
Llevo veinticinco días sin dormir. No hay
almohadones, ni puertas y ventanas clausuradas que amengüen siquiera el
impacto: una moto que cruza equivale a 100 cajones de c4, 27 molotov, y 12
cartuchos en orden sonoro progrediente a medida que se aleja. Exagero. Usted
sabrá interpretarme. Hay cosas que no se pueden decir, sobre todo con tanto
silencio, ella tendría que saberlo. Y Solosnovsky, desgraciado imprudente,
viejo inmundo y reseco de veinte años ¿Será él quién encendió la luz? ¿Dónde
estuvo? ¿Qué esperará? ¿Qué salgamos ahora? ¿Qué montemos guardia en el
pasillito por si llega en cualquier momento, más viejo y más reseco? ¿Y qué espera
al dejarme solo acá con ésta loca lujuriosa de palabras y de mutismo, y de
vacuidad, y de sordera también?
“Se terminó”
un mantra serio y desmembrado, un eco tibio
que perdura, nada más. De tanto que retumban esas torpes palabras dentro de los
tubos de mi alma se les vuela el sentido y son meras letras, meras posiciones
de una boca que sopla y sopla. Que vuelva. Que vuelva con noticias de afuera.
Que vuelva con un brazo menos, me da igual. Que vuelva. Patricia no sirve para
tener un arma y sentarse detrás de una mesa tumbada a esperar temblando, no sirve
para tener palabras y menos tanto silencio encima. No sirve. Fue su culpa, él
la metió. Va a morir por voluntades ajenas, por juicios y deseos ajenos, por
ideologías ajenas, sin más palabras que “se
terminó”, con la pobreza de la valiente justiciera social invitada a un
espectáculo de doctrinas que no comprende y que en el fondo, quizás, ni
siquiera comparte.
“Está muerto”
es lo que cruje,
es lo que ella quisiera gritar, y de tanto que grita no la quiero escuchar, y
de tanto no querer escucharla no hago más que escucharla. “Está muerto”, eso, nada más, lo cagaron matando esos hijos de
puta. Años, meses y días sin dormir, ¿para qué? “Mataron a Solosnovsky” No quería esperar esa noticia, no podía
esperar esa noticia. La semiautomática despuntó mi salida del orificio. Sobre
la otra esquina del patio Patricia me miraba, o hacía que me miraba enroscada
sobre unos trapos, detrás de la mesa tumbada. El arma por el piso. Los intuí, sabía
que podían ser ellos, pero no sabía si traían la respuesta de donde estaba
Solosnovsky o venían a juntarnos con su destino. No hasta que escuché los pasos
en el corredor. ¿Cómo explicar el
zumbido voraz, como enjambre ensordecedor, de esos pasos en el pasillo? Parece
que digo macanas ¿no? que suena a relato trillado “pasos en el pasillo”, porque
a fuerza de sedimentarse en las capas de nuestra vulnerabilidad se han
naturalizado y luego petrificado. ¿Qué sabrá usted como sonaban esos pasos,
pobre común oyente? ¿Qué sabrá como revienta un disparo en un pasillo cualquiera
de zona sur, en un barrio cualquiera de Rosario? ¿Qué sabrá como un simple golpe te arranca el cuerpo sonajero, te quita el mantra rumiante, y
te despedaza la única pregunta que te mantiene con vida?