Doblé por la colectora y aceleré, la aguja marcaba
60. Hice un cambio de luces, pero a esa hora donde el sol se hunde en el
infinito ninguna luz del hombre es suficiente. Terminada la media luna tomé la
autopista y hundí mi pié en el pedal. Llegué a 90. Luego 100… 120, ahí lo
mantuve un tiempo disfrutando del zumbido monocorde de las rueditas del Fiat
sobre el asfalto. En una maniobra simple crucé por la derecha una estanciera
que parecía venir paseando. Estaba de buen humor. En una curva apenas pronunciada
bajé la velocidad, ya se perfilaba ante mí la extraña realidad que bordea a las
rutas de aquella zona, es decir la naturaleza en su esencia proliferante:
cañadas, eucaliptales, lomadas abruptas. Pensé y sentí esa extrañeza al
imaginarme recorriendo esa ruta a tanta velocidad por el interior de un follaje
que ya empezaba a ser solo sombras y relieves, donde seguro los ruidos
nocturnos y los movimientos en sus entrañas vomitaban algo de terror.
Aceleré a 140 para cruzar un camión, ésta vez por la
izquierda. Seguramente si alguien me mirase desde arriba podría ver a las
compactas zonas urbanas conectadas apenas por estas arterias, por las que el
hombre, como sangre, hacía trayectos en el interior de la brutal naturaleza,
pero a salvo en pequeñas cápsulas de cuatro ruedas. Y pensé que el hombre hace
todo eso porque le teme a esa brutalidad de lo natural, lo selvático, lo
animal. Por eso se inventa pasajes seguros por el interior del gran cuerpo
verde para dibujar una línea a 140 km/h, donde la naturaleza no pueda colarse.
Se terminaba la autopista y continuaba una ruta
común. Nadie venía en mi propio carril y solo algunos camiones y autitos
rompían cada tanto el horizonte de frente con sus luces débiles.
Aceleré a toda marcha, el chasis vibraba hasta
hacerme hormiguear las manos. Lo más rápido posible salir de las entrañas de la
animalidad y volver a casa, volver debajo de esas sábanas que cubren, debajo
del cielo raso que cubre, de las tejas que cubren. 160, parecía que iba a
explotar en cualquier momento. Lo que en realidad el hombre teme no es el
follaje, las sombras y sus monstruos. Lo que teme es la animalidad que lleva
dentro, teme darse cuenta, de golpe y porrazo, de que es solo un mono común y
corriente, teme que la naturaleza se la meta en sus arterias.
Diviso una sombra lejos en el medio de la ruta,
tardo unos segundos en que un destello de la luz alta me indique un bulto, en
un segundo y medio más sé con certeza que ese bulto es una vaca que, lenta,
cruza la ruta. Piso el freno. Las agujas se enloquecen. Está a veinte metros.
110 km/h. quince metros, 90 km/h, 80
km/h. Cinco metros. Volanteo. El auto se traba y tumba. Las chapas se abren en
mil fuegos artificiales, y se abren las arterias, todas las arterias del mundo.