Despertarse, luego.
Franco
despierta gris y líquido, chorreando una cascada de aliento desde lo hondo de
su cuerpo hacia las riberas de su casa, que va inundando. Vuelve de la
dimensión blanda del sueño para arquitectar nuevamente los espacios:
diagramando ochavas, reconstruyendo los cimientos, los bordes, los muros, las
líneas, las vigas, las aristas, el hormigón; hasta volverlas zonas duras, y sobre ellas dibujar una
geografía sólida: un sillón, una alfombra dormida, una botella, una lámpara
roja y seca, una mesa. Y como un
pegamento que las une, como un engrudo pesado y denso, el sufrimiento
persistiendo en el aire. Y a través de esa masa compacta, canales que su mente va
dragando y en ese mismo acto constituyendo: la escalera primero, la baranda
fija, el patio interno, las carnocitas y los aloes, las azucenas, el agua que
pierde la canilla, un gato estirado de calor, un guión que abre el diálogo con
la puerta de roble, pesada y dulce al tacto, risueña, risa de abuela gastada,
la sala comedor, el pasillo, la puerta principal, el afuera: los autos, las
nubes, los peatones, sin edades ni sombreros, sin cauce, arterias partidas del
río Franco, hacia los ríos, el mar, el océano, la inmensidad sin tiempo, Dios
sentado en el ocaso, mateando suave.
Cuando era niño no podía entender que el
espacio continuara aunque ya no lo viera. Temía el vacío que se relame en el
interior de cada cosa. Ahora, lejano, lo toleraba con más paciencia que
pesadumbre, hundido en un tiempo único, un segundo antes de que todo se
dimensione otra vez, un soplido donde Franco no era Franco, o estaba aún en
vías de ser, y la escalera, la puerta de roble, los estantes, los libros, la
angustia roja, llegaban en diferido, y le daban la oportunidad de distinguirse
de quién luego sería Franco.
En
seguida las siete y cuarto, y media, menos veinte, ocho y uno y dos y tres y
cuatro. Pulso. Tantos latidos en tantos segundos, tantas imágenes, tantos
sonidos por milésima: un perro afónico, remoto, una calandria, un cajón
arrastrando las patas, una puerta de chapa.
Julia.
Mover las piernas, estirar los dedos, sentir
el día mojado sobre su tristeza, deslizar el índice por la sábana, el
ventilador de costado gritándole a una hoja que se asusta cada vez que gira la
cabeza, y tiembla. El peso leve e inmediato de las palabras que consuelan, y
sin embargo que grosor había en su mirada, que infinita tormenta de granizo y
soledad, lava volcánica naciendo de las venas del insomnio, rajadura, cajón
húmedo, polvo de muerto, ceniza. Pero algo finalmente sin decir, hasta en el
borde de lo inconfesable, intuidas las palabras en los nervios y la desesperación, simuladas,
reencontradas tras un gesto de Julia, una arruga especial en la comisura de la
boca al sonreír, como si solo sonriera con los dientes, con los tendones. O en
un sutil pestañar, un guiño esquivo y a destiempo, como pasarle un mate a
alguien y en el camino las manos chocan, el mate por el piso. Hacer el amor y
darle un codazo, entrar cuando ella sale, empezar cuando ella acaba, acabar solo
y a cuerpo muerto. Y se va espesando en el aire la tristeza y el hollín de la
ternura consumida en llamas, y se cierran los canales, se vuelve todo tan denso
e infranqueable dentro de la habitación,
que se mueven lento, y al moverse se estrellan, y al mirarse son solo bruma, y
se descifraban como locos, como novelistas, en los cordones desatados.
Y al abrir la puerta y bajar la escalera y
al esquivar el gato como una línea, Julia no está sobre las azucenas sedientas,
en la puerta dormida, desparramando el manto de polvo que ahora se extiende
negro. No está. Y se ve más claro sin tanta niebla, se siente también más
claro, pero se está turbio y deshojado.