martes, 7 de octubre de 2014

Franco y el murmullo líquido I.

Despertarse, luego.

Franco despierta gris y líquido, chorreando una cascada de aliento desde lo hondo de su cuerpo hacia las riberas de su casa, que va inundando. Vuelve de la dimensión blanda del sueño para arquitectar nuevamente los espacios: diagramando ochavas, reconstruyendo los cimientos, los bordes, los muros, las líneas, las vigas, las aristas, el hormigón; hasta volverlas zonas duras, y sobre ellas dibujar una geografía sólida: un sillón, una alfombra dormida, una botella, una lámpara roja y seca, una mesa.  Y como un pegamento que las une, como un engrudo pesado y denso, el sufrimiento persistiendo en el aire. Y a través de esa masa compacta, canales que su mente va dragando y en ese mismo acto constituyendo: la escalera primero, la baranda fija, el patio interno, las carnocitas y los aloes, las azucenas, el agua que pierde la canilla, un gato estirado de calor, un guión que abre el diálogo con la puerta de roble, pesada y dulce al tacto, risueña, risa de abuela gastada, la sala comedor, el pasillo, la puerta principal, el afuera: los autos, las nubes, los peatones, sin edades ni sombreros, sin cauce, arterias partidas del río Franco, hacia los ríos, el mar, el océano, la inmensidad sin tiempo, Dios sentado en el ocaso, mateando suave.

   Cuando era niño no podía entender que el espacio continuara aunque ya no lo viera. Temía el vacío que se relame en el interior de cada cosa. Ahora, lejano, lo toleraba con más paciencia que pesadumbre, hundido en un tiempo único, un segundo antes de que todo se dimensione otra vez, un soplido donde Franco no era Franco, o estaba aún en vías de ser, y la escalera, la puerta de roble, los estantes, los libros, la angustia roja, llegaban en diferido, y le daban la oportunidad de distinguirse de quién luego sería Franco.

  En seguida las siete y cuarto, y media, menos veinte, ocho y uno y dos y tres y cuatro. Pulso. Tantos latidos en tantos segundos, tantas imágenes, tantos sonidos por milésima: un perro afónico, remoto, una calandria, un cajón arrastrando las patas, una puerta de chapa.

Julia.

   Mover las piernas, estirar los dedos, sentir el día mojado sobre su tristeza, deslizar el índice por la sábana, el ventilador de costado gritándole a una hoja que se asusta cada vez que gira la cabeza, y tiembla. El peso leve e inmediato de las palabras que consuelan, y sin embargo que grosor había en su mirada, que infinita tormenta de granizo y soledad, lava volcánica naciendo de las venas del insomnio, rajadura, cajón húmedo, polvo de muerto, ceniza. Pero algo finalmente sin decir, hasta en el borde de lo inconfesable, intuidas las palabras  en los nervios y la desesperación, simuladas, reencontradas tras un gesto de Julia, una arruga especial en la comisura de la boca al sonreír, como si solo sonriera con los dientes, con los tendones. O en un sutil pestañar, un guiño esquivo y a destiempo, como pasarle un mate a alguien y en el camino las manos chocan, el mate por el piso. Hacer el amor y darle un codazo, entrar cuando ella sale, empezar cuando ella acaba, acabar solo y a cuerpo muerto. Y se va espesando en el aire la tristeza y el hollín de la ternura consumida en llamas, y se cierran los canales, se vuelve todo tan denso e infranqueable  dentro de la habitación, que se mueven lento, y al moverse se estrellan, y al mirarse son solo bruma, y se descifraban como locos, como novelistas, en los cordones desatados.


   Y al abrir la puerta y bajar la escalera y al esquivar el gato como una línea, Julia no está sobre las azucenas sedientas, en la puerta dormida, desparramando el manto de polvo que ahora se extiende negro. No está. Y se ve más claro sin tanta niebla, se siente también más claro, pero se está turbio y deshojado.